domingo, julio 03, 2011

Título de propiedad


“Los hombres han olvidado esta verdad, pero tú no debes olvidarla.
Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.”
El Principito. Antoine De Saint-Euxpery

En algún lugar de la casa, cuando la luz se torna suave y se fragmenta con las vivencias es posible percibir una dulce sensación; y debajo de la mesa o en el sillón de la sala, en un rinconcito de la cocina o junto al árbol más amable del jardín perdura la incondicional nobleza de una pequeña compañera…

Cuando se adquiere una mascota se le considera como una pequeña propiedad, como un regalo viviente con cartilla de vacunación. Los animalitos se incorporan al hogar y al peculiar estilo de vida de cada familia, y en la caso de los perros, una de las especies consideradas –erróneamente- pequeñas, la capacidad de adaptación es sorprendente cuando se integran a una manada de humanos. Poseen una habilidad perceptiva extraordinaria para interpretar todos los gestos y las expresiones de sus amos y gracias a la nobleza de su carácter se merecen mucho más que el cariño que reciben. Aparentemente, la convivencia con los perros implica una relación asimétrica: el amo siempre ordena y decide, educa y corrige; el perro siempre atiende, festeja y obedece. Pero en el fondo surge una dependencia recíproca y no sé en qué momento se revierten las atribuciones y el perro de apropia del corazón del amo aunque no exista ningún documento que lo certifique.

Yo?.. Tuve una perrita… Era mía porque yo elegí la raza y el color, porque yo la busqué y la encontré. Era mía porque yo la compré y la traje a mi casa, porque yo escogí su nombre y puse mi nombre en su cartilla. Era mía porque domestiqué sus instintos, porque yo la eduqué y la consentía. Era mía porque tomaba el sol en mi jardín, porque se comía mis zapatos y dormía en mi sala. Era mía porque me acompañaba cuando yo estaba sola, porque siempre esperaba mi regreso y contenta me recibía. Era mía porque yo la alimentaba y la bañaba, porque yo la atendía y la curaba, porque trataba de entenderla, aunque no siempre lo lograba. Era mía porque creció a mi lado, porque dio a luz en mi casa, porque sus cachorros fueron también míos y dispuse de ellos. Era mía porque conocía todos los tonos de mi voz, porque intuía mi estado de ánimo en la cadencia de mis pasos. Era mía porque me quería tal y como soy, porque era feliz al estar conmigo.

Pero el título de propiedad de un amo tiene una fatal expiración. Y ahora que ya no está y que ya no la tengo comprendo al fin que su compañía fue mucho más que una simple cuestión de propiedad o dominio, porque al entrar en mi vida se adueñó de mi corazón con su lealtad y su alegría, porque al morir se apropió de un pedacito en la región más festiva de mi memoria. Es por eso que en mi casa, de repente se percibe una dulce sensación; y debajo de la mesa o en el sillón de la sala, en un rinconcito de la cocina o junto al árbol más amable del jardín perdura la incondicional nobleza de mi querida Cocó, mi pequeña y añorada compañera…

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