“Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un
curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo
cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y, de
nosotros, aprender a tener coraje.”
José Saramago
En
algún lugar de la infancia, entre los juegos y los arrullos se trazaron los
rasgos del carácter y los límites de las esperanzas con el pulso materno; la
huella será perpetua porque los corazones al alguna vez latieron al mismo ritmo,
jamás se alejan…
La fertilidad fue la primera veneración
que brotó sobre la faz de la Tierra en los tiempos en que la sobrevivencia del
clan dependía del número de sus integrantes. La Venus paleolítica fue la
cimiente de los pueblos, transformó su imagen
para adaptarse a la visión de cada
cultura y su importancia en el imaginario colectivo permaneció inmutable
durante siglos y siglos. Hoy, como siempre y desde entonces, la figura materna
es determinante en la personalidad y el carácter de los hijos: los prejuicios y
las virtudes, los vicios y las actitudes se transmiten con el ejemplo; los
traumas y los complejos, las frustraciones y las aspiraciones se perpetúan por
la cercanía afectiva.
Ahora, en la parafernalia del mercado,
la celebración del Día de la Madre fortalece mi irremediable resistencia a los ataques
idiotizantes de la mediocracia: me atrevo a asegurar que el mejor regalo para
una madre es la felicidad de sus hijos y la realización de sus sueños; las
expresiones de amor y los agradecimientos no deben restringirse a un solo día
porque deberían ser acciones cotidianas. Todos los días del año portamos el
legado intangible que la figura materna imprimió en nuestra conciencia y por
eso, la mejor forma de celebrar este día implicaría una reflexión sobre la
enorme responsabilidad de formar a los hijos: es un trabajo sin tregua ni
excepciones que exige un esfuerzo que rebasa los límites del cansancio y de la
paciencia; es un sueño que se alcanza con desvelos y angustias; y es una de las
paradojas más consistentes en la naturaleza porque la crianza culmina con la
independencia y la autonomía de los vástagos que exige agudeza en la mirada
para reconocer el momento exacto en que los hijos se convierten en compañeros.
Reflexionar sobre la figura materna en
la hipermodernidad implica reconocer las nuevas modalidades de la familia y las
consecuencias de la ausencia física o emocional de la madre en hogares
impregnados con estereotipos superficiales. La inscripción de los atributos en
la personalidad de los hijos se hace actualmente con instrumentos y mensajes diferentes
pero aún debe hacerse porque las exigencias de la maternidad no se han
extinguido aunque la abnegación es un rasgo
que se atenúa: la decisión femenina de posponer el proyecto personal para
dedicar todo su tiempo y sus esfuerzos a la crianza de los hijos registra una
notoria disminución que contrasta con el auge de guarderías y la contratación de
niñeras.
El funcionamiento de los hogares y la
figura materna se transforman con los
tiempos pero la responsabilidad de prodigar un ejemplo a los hijos es inmutable
porque tarde o temprano llegará un momento crucial que exigirá la firmeza del
pulso para inscribir un ejemplo en la conciencia de los hijos. Y hasta el día
de hoy, entre todas las criaturas que habitan el planeta sólo hay una capaz de
aceptar ese reto e intentarlo, sólo hay una que imprime una huella perpetua
porque los corazones que alguna vez latieron al mismo ritmo, jamás se alejan…
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