En algún lugar de la geografía existencial, la república de la vida es
una nación extensa, pletórica de paisajes conocidos y caminos recorridos; pero
más allá de la frontera vital, yace un territorio inexplorado e inexpugnable,
inmenso e inconmensurable…
Dicen los que saben, que sólo se ama lo que se conoce, que se ama la
vida al vivirla y que se inmortalizan las vivencias al contarlas; que por eso,
el amor a la vida se traduce en el desprecio a la muerte y suele esquivarse esa
idea fatal. Por el positivismo congénito del pensamiento, los seres humanos
postergan la posibilidad del fallecimiento a un futuro impreciso y remoto.
La fatalidad del destino suele ser una contingencia lejana, una ínfima
probabilidad. Por eso, durante el curso de la existencia se atesoran, en el
corazón y en la memoria, todas las primeras veces: el primer noviazgo, el
primer empleo y el primer carro. El registro de las primeras veces es una
operación deliberada que magnifica un evento en virtud de las transformaciones
que provoca.
Pero al margen de las primeras veces pasan desapercibidos mil y un
eventos finales, una infinidad de últimos gestos y palabras, una miríada de
efectos póstumos. Cuando aparece la
figura esquiva de la muerte para elevar la ausencia de un ser querido al rango
de la perpetuidad, las últimas veces adquieren una importancia inusitada. Es
entonces cuando el último abrazo se transforma en una sensación etérea, cuando
el eco de las últimas palabras se instala en el corazón, cuando la última
mirada impregna la memoria. Y la figura de la muerte se incorpora a la
cotidianidad, y la ausencia física se transforma en una presencia abstracta, y
las fronteras de la vida se hacen tangibles, y la vida adquiere una dimensión
finita y vulnerable, porque el territorio inhóspito de la muerte, antes lejano
y remoto, se erige a un suspiro de distancia.
En un momento impreciso se reordenan las ideas y los recuerdos, las
últimas veces se anteponen a las primeras, se ponderan las vivencias y en una
temeraria reflexión se juega con los límites de la vida pretendiendo comprender
lo inescrutable. Pero la barca de Caronte aguarda impasible. Hasta el día de
hoy, ninguna deidad ha sido capaz de interferir con la fatalidad del destino y
reorientar el desenlace de la vida humana. Aún ahora, la única certeza
existencial es que un día cualquiera en un momento inesperado nos sorprenderá la
muerte.
Yo? … En mi corazón está grabada la última vez que abracé a mi hermana
Cuquita y recuerdo su voz diciendo mi nombre. Y: sí! Quiero creer que en la
primera noche de noviembre las fronteras se desvanecen y los planos de la
existencia se traslapan, quiero creer que esa noche, ella emigrará del territorio
inexplorado e inexpugnable de la muerte… para darme otro abrazo…
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