domingo, febrero 19, 2012

La quimera del canon

En algún lugar elitista y excluyente, en el ámbito de las artes y desde hace siglos, los expertos en ilusiones y letras sesionan en la Oficina del Canon; y justamente ahí, en la estrechez de la cultura, se emite el criterio que consagra a los talentos excepcionales…

En un principio, el canon literario se configuró con las obras maestras que lograron trascender su entorno y su tiempo; surge como un compendio de la belleza traducida en palabras, como el reflejo de la condición humana en un firmamento iluminado por ideas brillantes. Pero el canon, como todos los criterios, es veleidoso, esquivo y fatal: depende del ángulo de apreciación de quienes lo establecen y este ángulo suele ubicarse en los estratos más elevados de la cultura; es tajante como el filo de las aristas de la percepción y excluye a las obras que exponen una visión del mundo diferente a la predominante; sucumbe a la fatalidad irreversible del origen de los autores y sólo consagra a quienes pertenecen al selecto círculo de los afortunados.

La aberración del canon se produce cuando se premia una obra por la cercanía emocional del jurado con el autor sin considerar sus méritos ni su talento, si es que existe, y este vicio en la apreciación ha marginado creaciones innovadoras, audaces, auténticas. Por la abyecta tradición de premiar a los colegas, a los que pertenecen a la misma elite y a los que perciben el mundo desde la perspectiva imperante, se instituyó la intelectualidad orgánica, las mentes de obra que producen alabanzas y lisonjas para el grupo en el poder, a los críticos que declinan y se arrodillan a cambio de un periodo de gracia, fama y fortuna.

Hoy por hoy, esta elegante quimera ha consagrado a mediocres impecables como Saltiel Alatriste, plagiario consumado recientemente galardonado con el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores. Esta farsa exquisita y su injusta premiación provocaron una repulsión generalizada. Desde el portal de la revista Letras Libres, Guillermo Sheridan expresó que era “una pena que un escritor engañe: las letras y la inteligencia mexicanas configuraban un espacio de honestidad en un país proclive a la mentira”.

Gracias a la protesta de plumas virtuosas sucumbió la vana ilusión de premiar la deshonestidad. Ernesto Lumbreras, Carla Faesler, Gerardo Ochoa, Guillermo Sheridan, Gabriel Zaid, Jesús Silva-Herzog Márquez, entre otros indignados, definieron el plagio como “el fraude de ideas y palabras” que implica mucho más que la vulgar omisión de comillas, citas y referencias, exhibieron al plagiario galardonado como un oportunista que se apropia del talento ajeno para ocultar la carencia de inspiración. La presión y el repudio consensuados tuvieron éxito: Alatriste renunció al premio mal habido y presentó su dimisión como coordinador de Difusión Cultural en la Universidad Nacional Autónoma de México, (UNAM).

Quiero creer que este incidente atenuará la tendencia excluyente en el ámbito exquisito de las letras, pero aún cuando persista esa nefasta apreciación, es innegable que al margen del canon se producen obras excelsas que trascienden el criterio obtuso de un círculo exclusivo, que los autores honestos cautivan con sus ideas y sus palabras, que la admiración de los lectores es el mejor de los premios y que es el veredicto de los lectores lo que consagra a los talentos auténticos y excepcionales…

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