martes, diciembre 19, 2006

El Niágara en Bicicleta

En algún lugar de la tiranía, bajo las sombras siniestras del poder, perduran las redes del crimen que han obstaculizado la justicia; en la elite política subsiste un perverso tejido de intereses y complicidades, y por eso, condenar a los criminales más detestables de la historia ha sido más difícil que cruzar el Niágara en bicicleta…

Gracias a las bondades de la impunidad pactada desde Washington, los tiranos y criminales más perversos de la historia reciente han logrado evadir la justicia de los hombres. En agosto de este mismo año, en un placentero exilio en Brasil, falleció Alfredo Stroessner, el dictador y criminal que permaneció treinta y cinco años en el poder en Paraguay. Hace unos días, el tirano chileño Augusto Pinochet murió dejando pendientes varios procesos judiciales. Y todo parece indicar, que al expresidente Luís Echeverría jamás se le podrá adjudicar el cargo de genocidio durante la Guerra Sucia y que morirá sin poner un pié en la cárcel.

Hoy por hoy, para miles de chilenos y latinoamericanos, el juicio por crímenes de lesa humanidad a Augusto Pinochet era el último resquicio para encontrar el consuelo y la resignación, para restituir la dignidad ultrajada a la lucha por la democracia.

Como un fugitivo, Pinochet deja pendientes los procesos judiciales por el golpe militar, el bombardeo al palacio de La Moneda y la muerte del presidente Salvador Allende, por las ejecuciones sumarias perpetradas por la “Caravana de la Muerte”, por las exhaustivas sesiones de tortura en “Villa Grimaldi”, por la percusión a los disidentes y por su colaboración en la “Operación Cóndor”, por los asesinatos encubiertos en la “Operación Colombo”, por los millones de dólares en cuentas secretas en el Banco Riggs de Washington, por el atentado y la muerte del canciller Orlando Letelier en el exilio, por el atentado y el asesinato de Carlos Prats, entre muchos otros más.

Pero además, el tirano quedó impune al cargo de alta traición perpetuado contra la soberanía de la patria chileña: practicó la “Teoría de Seguridad Nacional” que sembró las dictaduras del Cono Sur y América Latina en los años setenta; y también creó la siniestra Dirección Nacional de Inteligencia, organismo a cargo del plan secreto de la “Operación Cóndor” que abarcó a Chile, Paraguay, Brasil, Uruguay, Argentina y Bolivia, contando con la bendición de William Colby, el entonces Director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) quien declaró que “Estados Unidos tiene derecho de actuar ilegalmente en cualquier región del mundo, acumular investigaciones en los demás países y hasta llevar a cabo operaciones como la intromisión en los asuntos chilenos”.

Ahora, en la memoria colectiva su nombre representa todas las aberraciones del poder, la aniquilación de la libertad, del proyecto cultural y de la condición humana, porque el implacable juicio de la posteridad escapa al control que ejercen, aún ahora, los descendientes de la estirpe que ha acaparado el poder desde hace siglos.

Ese tejido de complicidades ancestrales permitió la peor de todas las injusticias: las cenizas del tirano permanecerán custodiadas en el seno familiar mientras miles de deudos y sobrevivientes pierden la esperanza de localizar los restos de las víctimas y los desparecidos durante el régimen de Pinochet.

Cuando se cortaron los retoños de la democracia, se extirpó la primavera chilena, y desde entonces, las naciones de América Latina han sucumbido a los intereses de la hegemonía norteamericana.

Hoy como ayer, el proyecto más ambicioso de las democracias emergentes latinoamericanas es erradicar los vestigios de la tiranía, los estragos de la corrupción y la cobardía; aunque, tal vez, disipar las sombras siniestras del poder y deshacer el perverso tejido de intereses y complicidades sea un poco más difícil que cruzar el Niágara en bicicleta…

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