sábado, marzo 22, 2008

La conquista de la identidad perdida


En algún lugar deprimente, donde la incomprensión deambula vestida de negro y la marginación se lleva a flor de piel, emergió una identidad lúgubre desafiando a lo socialmente correcto y generalmente aceptado; pero más allá de la protesta, se reinicia el ciclo perenne de un idealismo inmarcesible, vestido de melancolía…

Las autoridades de la capital mexicana están preocupadas por las recientes peleas protagonizadas por bandas juveniles de "punks" y "darks" contra los denominados "emos", por lo que no permitirán concentraciones de grupos antagónicos.

Hace dos semanas en la plaza de Armas de la ciudad de Querétaro, a 211 kilómetros al noroeste de la capital mexicana, unos doscientos jóvenes se reunieron atendiendo a una convocatoria por internet para expulsar a golpes del lugar a los "emos", lo que resultó en algunos heridos y una treintena de detenidos. Estos hechos se repitieron el sábado pasado en la Glorieta de Insurgentes, en la “zona rosa” de la capital mexicana, cuando varios cientos de "emos" se congregaron allí y agredieron a un grupo de "punks".

Los "emos" son una de las tribus urbanas que se caracteriza por hacer una apología de las emociones y la sensibilidad. Sus integrantes se distinguen por utilizar ropa ceñida de tallas pequeñas y colores oscuros combinados con blanco y rosa, y llevan el pelo teñido de negro con flequillo cubriéndoles la mitad del rostro. Estos jóvenes enfrentan un creciente rechazo por parte de grupos que los acusan de ser homosexuales y de copiar el estilo e ideología de los "darks", "punks" y "góticos".

El origen del conflicto entre las tribus urbanas (emos, darketos, punketos) reside en el uso exclusivo de lugares públicos y en la autenticidad los rasgos que los distinguen: se disputan la negrura del cabello lacio, la extensión de los flecos, una mirada profunda bajo un espeso delineador, una actitud depresiva y deprimente, y la extraña fascinación por el dolor y el sufrimiento. El rechazo hacia los “emos” se ha expandido con la virulencia de los prejuicios, ahora globalizados a través de convocatorias en Internet.

La emergencia de estos grupos obedece a la necesidad, propia de la adolescencia y la juventud, y a veces imperiosa e ineludible, de manifestarse contra el criterio socialmente aceptado; hoy por hoy, los emos, darketos y punketos mantienen un bajo perfil y ofrecen una alternativa a la cultura predominante a todos aquellos jóvenes que no coinciden con el estereotipo del éxito; con su imagen exhiben su oposición a la sociedad de consumo y permanecen al margen de la mediocracia.

Pero los movimientos de contracultura portan el gen que los desactiva: suelen ser una minoría relativa respecto a la sociedad en su conjunto, y el apego exacerbado a sus códigos de conducta los radicaliza; es por eso que, más tarde o más temprano, son absorbidos por la super estructura social que los tergiversa hasta convertirlos en modas inofensivas y los incorpora al mercado.

Los emos, como todas las minorías que han percibido hostilidad en el entorno, se fabrican una identidad y la ostentan con orgullo, se inventan un vocabulario propio y comparten pautas de conducta para satisfacer la necesidad de aceptación y pertenencia. Desde los suicidas del romanticismo, hasta los hippies, la generación beat, y ahora los emos, han llevado la simbología del grupo a flor de piel ostentando una posición contraria al orden social imperante.

Por eso, la vestimenta y los accesorios de emos, punketos, darketos son inofensivos; sus tatuajes, sus piercings o estoperoles sólo agreden el paisaje urbano; lo preocupante es el vacío existencial en el que deambulan estos jóvenes introvertidos y su extraña capacidad para causarse lesiones a sí mismos.

La alarma surge en el ambiente social cuyas características provocan que la melancolía somática de la adolescencia se transforme en una visión pesimista de la vida y en una percepción lúgubre de la vida. Y por si fuera poco, ha surgido la intolerancia como un daño colateral en la pugna por una simbología encarnada, y estas tribus están copiando, a través de internet, estilos de confrontación ajenos al país.

A medida que la realidad social se va haciendo más compleja, los signos y símbolos deben reproducir de forma unívoca las realidades del grupo que los porta con el fin de preservar su integridad y su identidad.

Por eso, las tribus urbanas están acostumbradas a la indiferencia social y se engrandecen ante el rechazo; por su vocación para el dolor reciben estoicamente toda clase de insultos y ofensas; pero lo que único que no toleran, es la apropiación de los rasgos que les confieren identidad, esa personalidad lúgubre y sombría de quienes habitan en los márgenes de la sociedad de consumo.

En esa pugna por el derecho a la autenticidad encontraran un móvil para cohesionarse como grupos, en esas trifulcas transcurrirán los días de gloria de las tribus y se escribirá la nueva leyenda urbana; la euforia desaparecerá cuando su idiosincrasia se materialice en artículos de una moda pasajera, cuando escuchen el ritmo inexorable de la vida y un buen día se despierten siendo adultos.

Entonces, darán un salto cuántico y asumirán las responsabilidades que la sociedad les imponga; con la frustración de haberse convertido en aquello que aborrecían, guardarán en el armario la depresión; pero el síndrome de la inadaptación juvenil seguirá latente, la incomprensión permanecerá en animación suspendida hasta la siguiente generación, cuando surja una nueva versión en una identidad lúgubre, que desafíe a lo socialmente correcto y generalmente aceptado; porque más allá de la protesta, se reiniciará el ciclo perenne de un idealismo inmarcesible, vestido de melancolía…












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