domingo, abril 24, 2011

El gen reprimido de la infancia

“El hombre es dueño de su destino;
pero los niños están a merced de quienes les rodean."
John Lubbock

En algún lugar maravilloso, cuando la cruda realidad enturbia el ambiente el aire respirable se torna denso, el clima se endurece por los reclamos de la vida y se extinguen los oasis donde solían refrescarse las visiones de la infancia…

Alguna vez, el entretenido juego de la infancia abarcaba una época imprecisa pero imperecedera, era un periodo que no se extinguía del todo porque en el corazón de todos los hombres, en el recoveco más plácido, entre sueños y fantasías, dormía el niño que alguna vez fue. Dicen los que saben que se requieren millones y millones de años para que los cambios biológicos se inscriban en el código genético, que por eso, las mutaciones recientes en los seres humanos surgen y se inscriben en el entorno social. Desde la modernidad tardía, en los estratos favorecidos, la infancia perdió sus rasgos placenteros y despreocupados cuando la figura materna se transformó en una mujer productiva, las actividades extracurriculares saturaron todas las tardes y por los nuevos paradigmas, la infancia se transformó en un sector de mercado.

Pero mientras algunos afortunados desperdician los dones maravillosos de la infancia en un circo de objetos y marcas, una porción inconmensurable debe prescindir de las fantasías para incorporarse a las filas de un ejército de trabajadores que luchan por sobrevivir. Los niveles del trabajo infantil se incrementan en función de la escasez de oportunidades y por el detrimento en la calidad de vida. En México, en los estratos marginados, la educación y la salud públicas se otorgan en condiciones deplorables en un ambiente hostil donde solo una minoría sobrevive y pocos sobresalen. Y a la pobreza y al maltrato que flagelan la infancia se añade la orfandad como daño colateral de la guerra calderonista contra el crimen organizado.

Y así, las bendiciones de la prosperidad, el flagelo de la miseria o los daños colaterales de una cruzada absurda, arrebatan la espontaneidad y la inocencia de los pequeños habitantes de la aldea global. El juego carece de diversión y en su modalidad electrónica es uno más de los indicadores del poder adquisitivo; los rasgos infantiles se pierden en una adolescencia prematura. Pero los cambios en el entorno aún no se inscriben en el código genético: dormido, recesivo tal vez, pero latente, el gen de la infancia pervive en los seres humanos. Será necesario reorientar el curso del mundo para recuperar la frescura de la raza humana, quizá se requiera un cataclismo universal que nos obligue a recuperar los valores primigenios, es posible que el desencanto de las generaciones posmodernas provoque una mutación emocional, que la cruda realidad sucumba ante el impacto de la esperanza y que el clima enrarecido por los reclamos de la vida se torne gentil y que ese entorno propicie el florecimiento de la infancia como la virtud más grande de la humanidad…

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