domingo, agosto 12, 2012

Los ecos de la gloria


En algún lugar del triunfalismo, los artificios extienden el esplendor de las victorias fugaces  para iluminar los oscuros rincones de la mediocridad; entre los ecos festivos se atenúan los tonos derrotistas porque la esperanza de muchos se concentra en la gloria de pocos…   



            La tradición olímpica se reanudó en el auge de la Modernidad cuando las aspiraciones de la humanidad se elevaron a alturas épicas; en aquel entonces, la construcción de un mundo mejor se creía posible y el proyecto de la Modernidad extendería  las bondades de la ciencia a todos los rincones del planeta procurando el bienestar y la prosperidad universales.



Pero mientras se fortalecía la utopía del progreso universal se agudizaron los nacionalismos y se produjo una fusión inesperada que amalgamó al fervor patriótico y a los ideales de excelencia en las versiones modernas de los juegos olímpicos. Durante el ascenso del III Reich se inauguró la tradición alterna de los juegos olímpicos y el usufructo del estadio olímpico para exhibir y ostentar la superioridad de una nación a través de sus campeones. Y  la competencia entre las naciones adquirió la contundencia de los conflictos bélicos porque la victoria de una nación en el medallero olímpico reflejaba el éxito de las políticas públicas  y el nivel del bienestar que ese estado procuraba a sus habitantes.  Así fue en los años de la Guerra Fría cuando las rivalidades entre el bloque socialista y el mundo occidental se dirimieron pacíficamente en la contienda olímpica por el primer lugar en el medallero.  En esta perspectiva, México ha figurado modestamente en el medallero olímpico entre los países del subdesarrollo y no ha logrado remontar posiciones desde los juegos olímpicos de México en 1968, evidencia incuestionable de la ineficiencia de las políticas públicas y de la impericia del estado como benefactor social y promotor de la cultura deportiva.



Después de la desintegración de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, en medio de una crisis que erosiona la grandeza del imperio capitalista, el poderío de los estados nacionales se tambalea ante los consorcios del mercado; hoy por hoy, los juegos olímpicos son el escaparate de un mundo configurado por el lucro que reflejan el ocaso de una época y el advenimiento de nuevos paradigmas cuando ascienden al pódium campeones forjados en países pequeños que triunfaron sobre las carencias en economías endebles y que derrotaron las inequidades imperantes en regímenes anacrónicos. Al margen de los nacionalismos y de los patrocinios,  el triunfo olímpico debe entenderse como el galardón al esfuerzo personal de una casta de soñadores que perseveran y enfrentan todo tipo de adversidades. 



Y en este marco de referencia, México mantiene su modestísima posición en el medallero gracias al bajo rendimiento de la vetusta estructura gubernamental encargada del deporte. La medalla de oro en el futbol varonil fue la única presea dorada de México en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, la gana un equipo de deportistas formados fuera del olimpismo mexicano pero  los ecos de esa victoria deberán repetirse incesantemente para acallar los graves tonos del fracaso de las instituciones que burocratizan el deporte y en el jolgorio  nacional se disimularán los estertores de un estado fallido. Lamentablemente, el deporte en México no es una prestación social otorgada al pueblo por el estado porque es el privilegio de una minoría y el resultado incuestionable del apoyo incondicional que los padres prodigan a sus futuros campeones  pero el fulgor del oro olímpico iluminará los oscuros rincones de la mediocridad y entre los ecos festivos se atenuarán los tonos derrotistas porque la esperanza de muchos se concentra en la gloria de pocos…  

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