En algún lugar del
triunfalismo, los artificios extienden el esplendor de las victorias fugaces para iluminar los oscuros rincones de la
mediocridad; entre los ecos festivos se atenúan los tonos derrotistas porque la
esperanza de muchos se concentra en la gloria de pocos…
La tradición olímpica se reanudó en el auge de la
Modernidad cuando las aspiraciones de la humanidad se elevaron a alturas épicas;
en aquel entonces, la construcción de un mundo mejor se creía posible y el
proyecto de la Modernidad extendería las
bondades de la ciencia a todos los rincones del planeta procurando el bienestar
y la prosperidad universales.
Pero
mientras se fortalecía la utopía del progreso universal se agudizaron los
nacionalismos y se produjo una fusión inesperada que amalgamó al fervor
patriótico y a los ideales de excelencia en las versiones modernas de los
juegos olímpicos. Durante el ascenso del III Reich se inauguró la tradición
alterna de los juegos olímpicos y el usufructo del estadio olímpico para
exhibir y ostentar la superioridad de una nación a través de sus campeones.
Y la competencia entre las naciones
adquirió la contundencia de los conflictos bélicos porque la victoria de una
nación en el medallero olímpico reflejaba el éxito de las políticas
públicas y el nivel del bienestar que ese
estado procuraba a sus habitantes. Así
fue en los años de la Guerra Fría cuando las rivalidades entre el bloque
socialista y el mundo occidental se dirimieron pacíficamente en la contienda
olímpica por el primer lugar en el medallero. En esta perspectiva, México ha figurado
modestamente en el medallero olímpico entre los países del subdesarrollo y no
ha logrado remontar posiciones desde los juegos olímpicos de México en 1968,
evidencia incuestionable de la ineficiencia de las políticas públicas y de la
impericia del estado como benefactor social y promotor de la cultura deportiva.
Después
de la desintegración de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, en medio
de una crisis que erosiona la grandeza del imperio capitalista, el poderío de
los estados nacionales se tambalea ante los consorcios del mercado; hoy por
hoy, los juegos olímpicos son el escaparate de un mundo configurado por el
lucro que reflejan el ocaso de una época y el advenimiento de nuevos paradigmas
cuando ascienden al pódium campeones forjados en países pequeños que triunfaron
sobre las carencias en economías endebles y que derrotaron las inequidades imperantes
en regímenes anacrónicos. Al margen de los nacionalismos y de los
patrocinios, el triunfo olímpico debe
entenderse como el galardón al esfuerzo personal de una casta de soñadores que
perseveran y enfrentan todo tipo de adversidades.
Y en
este marco de referencia, México mantiene su modestísima posición en el
medallero gracias al bajo rendimiento de la vetusta estructura gubernamental
encargada del deporte. La medalla de oro en el futbol varonil fue la única
presea dorada de México en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, la gana un
equipo de deportistas formados fuera del olimpismo mexicano pero los ecos de esa victoria deberán repetirse
incesantemente para acallar los graves tonos del fracaso de las instituciones
que burocratizan el deporte y en el jolgorio
nacional se disimularán los estertores de un estado fallido. Lamentablemente,
el deporte en México no es una prestación social otorgada al pueblo por el
estado porque es el privilegio de una minoría y el resultado incuestionable del
apoyo incondicional que los padres prodigan a sus futuros campeones pero el fulgor del oro olímpico iluminará los
oscuros rincones de la mediocridad y entre los ecos festivos se atenuarán los
tonos derrotistas porque la esperanza de muchos se concentra en la gloria de
pocos…
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