En algún lugar
insólito, en la estrechez de los ángulos obtusos y eludiendo todas las
fórmulas, las líneas se distorsionan y los valores se tergiversan; en ese
pequeño espacio se restringen todos los juicios y las cifras adquieren valores
ambiguos…
El modelo actual del Instituto
Federal Electoral se sustenta en la participación de la ciudadanía en todas las
fases del proceso electoral en cada uno de los distritos, como capacitadores,
supervisores, funcionarios de casilla, consejeros y representantes de los
partidos políticos. Pero éste es un modelo piramidal. En los 300 distritos que
cimentan la pirámide electoral se realizan tareas específicamente arduas en
procesos estrictamente controlados que generan información profusa y detallada.
La eficiencia y efectividad del mecanismo electoral en los 300 distritos se
debe a la actuación de ciudadanos éticamente comprometidos con las labores que
el IFE les encomienda. Pero al trascender el ámbito de los distritos la intervención
ciudadana se desvanece.
Una distancia abismal separa a los distritos de la cúspide de la pirámide, donde se ubica la
Junta General Ejecutiva y sesiona el Consejo
General. Ahí se acata la normatividad que rige al instituto y ahí funciona la
Unidad de Fiscalización de los Recursos de los Partidos Políticos. A esas
alturas, la participación ciudadana se reduce significativamente a 9 consejeros y al estrecho margen que les concede la
legislación electoral, consensuada por los partidos políticos en el congreso.
En esa estrechez, los 9 consejeros deben asumir la ética de la
imparcialidad para interpretar leyes y reformas ambiguas, reglamentos complejos
pletóricos de palabrejas domingueras con procedimientos algebraicos que
determinan tiempos exactos para la
ejecución de movimientos precisos (pero
uno de ellos, Sergio García Ramírez, sesgó su juicio para favorecer y exonerar
al Partido Revolucionario Institucional, PRI).
Y desde esa cúspide, la visión
del proceso se restringe y es ahí, muy lejos de la realidad y en el ángulo más obtuso de la geometría
electoral, donde funciona la Unidad de fiscalización, responsable de la
“quiebra moral del IFE” por los insólitos dictámenes sobre los gastos de
campaña que determinan un dispendio de 63 millones de pesos del Movimiento
Progresista de Andrés Manuel López Obrador pero que no detectan ningún exceso
en los gastos de campaña de la coalición del Revolucionario Institucional y el
Partido Verde Ecologista de México (PRI-PVEM).
Las cantidades son ridículas, la actuación de García Ramírez es
deleznable y el daño infringido es alarmante porque las decisiones y las cifras
emitidas por la cúspide del IFE no corresponden con la realidad galopante de
las campañas y la credibilidad del instituto como órgano ciudadano está a punto
de evaporarse. Desde la estrechez que
lo margina, el Consejo General rechazó
el dictamen de la Unidad fiscalizadora; se pospuso la discusión pero también se
postergó la atención a un legítimo reclamo de la ciudadanía que rechaza el
dispendio de recursos públicos en campañas políticas. Mientras tanto, la
confianza del electorado se reduce lamentablemente
en la misma proporción en que crece su desencanto porque la voluntad popular se diluye en el pequeño espacio donde se restringen todos los
juicios y las cifras adquieren valores ambiguos…
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