“Los únicos
interesados en cambiar el mundo son los pesimistas,
porque los
optimistas están encantados con lo que hay.”
José
Saramago
En
algún lugar imprevisto y en un momento largamente esperado, emergieron todos los motivos reprimidos y ese impulso
deberá vencer las inercias que obstruyen
la dinámica de las expectativas…
Las
reacciones a las primeras reformas propuestas por el virtual presidente electo
exhiben la aguda polarización social que nos aflige: aquellos que las rechazan
en forma pronta, expedita, casi instantánea y a veces instintiva, pertenecen a
la élite favorecida por los regímenes
anteriores, son los “optimistas” que identificó José Saramago, los residentes
del estrecho círculo de los privilegios que ahora se resisten a perderlos; y
quienes las aceptan justificándolas y festejándolas con pasión y vehemencia, a
veces con desplantes irreverentes, son los “pesimistas” que han atestiguado los
abusos del poder y la prepotencia de una clase gobernante que solía
desenvolverse con gracia en un ámbito inmune y ajeno a la ciudadanía.
Y
estas antípodas se enfrascan en diatribas, peroratas y arengas enardecidas en
una reacción lógica e inevitable pero ya es menester superarla y dejar los
debates atrás porque los excesos que ahora se pretende eliminar son verdades
innegables, evidentes y casi absolutas. La secuela de la confrontación entre
pesimistas y optimistas debe derivar hacia el cambio como voluntad y hacia la
convicción del bien común, ese ideal que ha sido postergado en la versión más
déspota de la partidocracia.
Desde
la perspectiva de los defensores del cambio, estamos en el umbral de una
posibilidad que parecía improbable. Hoy por hoy, la deconstrucción de Estado
implica la extirpación de los vicios que aquejan la actitud social; tal vez,
será más sencillo reducir los salarios de los legisladores que erradicar la prepotencia,
pero es un buen principio. Quizá, si el ejemplo realmente predica, un buen día,
nos habremos despojado de los hábitos
que propician la corrupción y la impunidad y la ciudadanía asumirá su
responsabilidad como el contrapeso del Estado.
Es
una misión ambiciosa y una visión que podría calificarse como idealista, pero
así empezaron las grandes transformaciones sociales. El cambio hacia una
república sustentada en el auténtico valor civil bajo el imperio de la ley es
un reto sin precedentes en la historia patria. Es insólito casi inaudito pero
no imposible porque existen ejemplos excelsos en el mundo: países que se han
erigido desde la derrota por la suma nacional de los esfuerzos, por la
preponderancia de la honestidad, la participación y la rectitud como valores
compartidos. Así, hasta los sueños más guajiros son posibles.
En el mejor de los escenarios, la confrontación y la
ruptura se aliviarían con el bálsamo de la empatía para cicatrizar las heridas
causadas por la desigualdad y la injusticia. Apenas estamos en el umbral de lo
imposible; la realización de este sueño, que merodeaba en las conciencias
inquietas, dependerá de todos. Los pesimistas deberán abandonar sus
resentimientos y los optimistas sus excesos, y todos, asumiendo la ciudadanía como una virtud y una
responsabilidad, juntos y revueltos venceremos las inercias que obstruyen la
dinámica de las expectativas…