En algún lugar de la discordia, merodean los adjetivos
de la hostilidad exacerbando los argumentos del triunfo, enardeciendo los
motivos de la derrota, transformando en incordios todas las oportunidades para
el acuerdo…
En
semanas recientes y por obra de la casualidad, he observado los efectos del
fanatismo en varias conversaciones cuando los tintes políticos convirtieron a
los participantes en fieros adversarios. Los encuentros de opiniones en torno a
la presidencia de Andrés Manuel López Obrador son auténticos encontronazos de
filias y fobias, defendidas apasionadamente. Y ahí, en la defensa a ultranza y
en la contundencia del ataque, merodeaba la intolerancia.
Paulatinamente,
los mexicanos nos hemos segregado en dos opciones excluyentes y repelentes; no
hay medias tintas ni tonos grises porque las alternativas se encuentran en
extremos que cada vez se alejan más, alejándonos del verdadero consenso. La
hostilidad entre los conversadores demerita el debate y no existe la justa
medianía para lograr un acuerdo porque al calor de la discusión se evaporan las
razones y emergen los prejuicios para asestar insultos sin disimulo y con desdén.
Unos
se envalentonan y otros se afanan pero el intercambio de opiniones se reduce al
reproche de las diferencias entre ellos, pero tanto unos como los otros, son
víctimas del fanatismo: Quienes defienden al presidente electo y quienes no lo
eligieron son paladines fieles a su dogma y no admiten cuestionamientos,
críticas ni observaciones. Y si alguien no comulga con sus postulados, es un
adversario indigno de confianza.
Los que presencian estos altercados
generalmente se quedan sin palabras, algunas veces por prudencia y otras por la
efusividad de los contrincantes; en el resguardo del silencio y con pena ajena,
atestiguan la metamorfosis de sus conocidos en personajes con una ferocidad desconocida
cuando se les pregunta por su militancia partidista. Al percatarse de la transformación
de dos finas personas en feroces energúmenos, los testigos de la polémica
intentan atenuar la rispidez y calmar los ánimos exasperados alertándolos de la
intolerancia inminente, pero nadie atiende los llamados a la concordia y el
fiel de la balanza permanece imperturbable, esperando que la sensatez conduzca
a los beligerantes al aristotélico punto del equilibrio.
Los incordios,
y el fervor que implican, conducen invariablemente al callejón de la amargura.
Estos insufribles ejercicios de la necedad concluyen cuando alguno de los
involucrados desiste, ya sea por cansancio o por coraje, mientras su contra
parte se vanagloria como el portador de la verdad absoluta, o sea, la neta del
planeta. Tras la pírrica victoria de los necios, lo que queda en el ambiente es
una sensación agridulce y la desagradable certeza del distanciamiento.
La
simpatía o militancia partidista es el criterio menos recomendable para adjudicar
atributos a nuestros compatriotas, sin embargo, parece que el incordio se ha
convertido en el entretenimiento favorito de la ciudadanía pero ya es tiempo de
erradicarlo; el próximo presidente gobernará a tod@d l@s mexican@s, debe trabajar
por el bienestar, la seguridad y el progreso de tod@s; sin importar las filias
partidistas, la ciudadanía debe asumir su responsabilidad como contrapeso del
poder y aprovechar todas las oportunidades para el acuerdo…