En algún lugar de la nostalgia, escritas
con letras de oro, grabadas en la memoria y enaltecidas por los efectos del
tiempo resplandecen todas las últimas veces, los hitos que en su momento pasaron
desapercibidos…
La
vida de los seres humanos transcurre en un perpetuo presente porque sabemos que
el pasado ya es inmutable y que el futuro es impredecible. Y así, viviendo día
a día, creemos postergar la llegada de la vejez, omitimos todas las
posibilidades de algún quebranto y condicionamos la llegada de la felicidad a
la realización de algún propósito. Y ahora, cuando la ética del lucro ha
condicionado nuestra percepción de la realidad, es muy común que la felicidad
se logre cuando se adquiera o se ostente algo.
Por
un hábito de la memoria destacamos siempre el momento de la primera vez: los
primeros dientes, los primeros pasos, las primeras palabras, el primer día en
la escuela, el primer beso... Instantáneamente identificamos los primeros
momentos y los atesoramos como el umbral donde iniciamos una nueva etapa, y
así, la vida transcurre felizmente de una primera vez a la siguiente y a la que
sigue.
Eventualmente,
los acontecimientos nos revelan que el tiempo transcurre aunque no nos
percatemos de ello y miramos hacia el pasado buscando lo que ahora ya no se
tiene. Y así, escudriñando concienzudamente los recuerdos, en el lapso entre
las primeras veces ubicamos aquellas últimas veces, que en su momento fueron
cotidianas y que pasaron desapercibidas pero que en retrospectiva adquieren
importancia vital porque constituyen otros hitos en nuestra historia, los
puntos sin retorno que determinaron un cambio en el rumbo. He ahí la paradoja
de las últimas veces: vivirlas sin percatarnos de que son el final de un
capítulo en nuestra vida.
La excepción que confirma la regla
sucede cuando los cambios en la vida son voluntarios, intencionados y
previstos; entonces, nos aproximamos día a día, y plenamente conscientes, al
momento de la última vez. Tenemos el privilegio de valorar en su justa
dimensión todos los momentos que la preceden y prepararnos para lo que vendrá
después. Salvo esas escasas excepciones, es humanamente imposible identificar instantáneamente
las últimas veces.
Por eso, lo recomendable sería adornar
la cotidianidad con la intensidad de las últimas veces y la intencionalidad de
las primeras; valorar todos los momentos, todas las circunstancias y
disfrutarlos por el simple hecho de estar ahí. La nostalgia adquiere los matices
del remordimiento por las oportunidades perdidas, los momentos eludidos y las
palabras no dichas porque el bien más valioso es el tiempo: esos minutos que
parecen segundos cuando disfrutamos la compañía de alguien.
La mejor previsión para el futuro
consiste en otorgarle calidad a todos nuestros momentos; sólo así podría
desvanecerse la paradoja de las últimas veces y el matiz doloroso de la
nostalgia; sólo así, los efectos del tiempo serán bondadosos y todos los
momentos resplandecerán con la intensidad de las últimas veces…
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