En algún lugar del porvenir, más allá de los confines de
la lógica se extiende el territorio de lo improbable; ahí suelen deteriorarse
las aspiraciones y se vulneran sin piedad los rasgos de la cordura para erigir
una aberrante versión del futuro…
Una de
las manifestaciones de la condición
humana es la irrenunciable propensión a soñar que suele reflejarse en el feliz
desenlace de las ficciones y en las bondades del paisaje descrito en todas las
utopías. Pero el optimismo no es el único atributo para el ejercicio de la
imaginación, como siempre y desde entonces, existe la probabilidad de que
suceda lo indeseable en el fatídico entorno de las distopías.
La
frontera que separa a las utopías y a las distopías es tan frágil como la frontera entre la realidad y las
ficciones; son vulnerables por naturaleza y etéreas como los pensamientos. Confieso
que me fascinan las distopías: porque aún en la más cruel de las tiranías
germina la vocación por la verdad y florece, temeraria, una esperanza.
Una de
las distopías más impactantes es “El cuento de la criada” (The handmaid’s tale),
escrita por Margaret Atwood, publicada en 1985. Atwood enfatiza la caprichosa
interpretación del antiguo testamento en la dictadura fundamentalista de la
república de “Gilead”. Ahí, traspasamos el umbral de la ficción dispuestos a
deambular en un régimen despótico donde la intolerancia es una virtud acompañando
las vivencias de una protagonista que pierde hasta el derecho a la identidad. La
autora advierte que: “En este clima de división, en el que parece estar al alza
la proyección del odio contra muchos grupos, al tiempo que los extremistas de
toda denominación manifiestan su desprecio a las instituciones democráticas,
contamos con la certeza de que, en algún lugar, alguien está tomando nota de
todo lo que ocurre a partir de su propia existencia.”
La
descripción de los rituales en Gilead es perturbadora, desconcertante al grado
de la indignación por el flagelo inaudito a las libertades. Pero los efectos de
la distopía son contundentes al detectar sus semejanzas con la realidad: el
desconcierto es atroz cuando se perciben amenazas a las libertades conquistadas;
la perturbación es inevitable al escuchar términos religiosos en el discurso
oficial; la indignación es inevitable cuando el retroceso hacia el despotismo
se justifica argumentando que no hacerlo “generaría una mayor afectación al
erario público del estado, generando incertidumbre, económica, política y
social, impactando de manera inevitable en los servicios públicos y en el
bienestar de los ciudadanos de”… dónde? Gilead?
Atendiendo
a la advertencia de esta distopía, es menester señalar las amenazas a las
libertades, evitar la imposición de los desvaríos y defender las fronteras de
la realidad alejándonos de las aberraciones de Gilead. En el umbral del
porvenir es urgente redefinir el límite
entre la legalidad y la obsesión para mantener el despotismo en el territorio de lo
improbable, como un relato ficticio
sobre la destrucción de la cordura en una aberrante versión del futuro…
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