En algún lugar claroscuro se
registran los vaivenes de los ideales; la retórica obedece al criterio
imperante y por eso, algunos hitos se escriben con ética democrática y otros,
con la perorata vergonzante de las tiranías…
La elección presidencial en
1976 elevó el descaro a niveles exasperantes, revelando los rasgos vetustos del
partido hegemónico. Era imperativo atenuar los estragos del presidencialismo
absolutista: Jesús Reyes Heroles fue el artífice de la reforma de 1977 que
instauró la figura de 100 diputados electos por el principio de representación
proporcional, exclusivos para la oposición, garantizando un mínimo de
pluralidad (1). La ciencia política analizó las causas y los
efectos de esta reforma y describe al régimen de aquel entonces como una “dictablanda”,
un gobierno autoritario que tolera la disidencia y la oposición, individual o
colectiva para aliviar tensiones, pero sin alterar la estructura del poder, sin
responder a la ciudadanía por sus acciones ni someterse al resultado de
elecciones libres y competitivas.
A partir de entonces, la oposición
y la disidencia deambularon en el espectro político pero restringidos por los
límites de la simulación porque la autoridad encargada de la organización y
vigilancia de los procesos electorales, encriptada en el Ejecutivo, intervenía
en forma sesgada y decisoria a favor del partido del régimen (1).
Esas circunstancias predominaban en las elecciones de 1988, cuando se suspendió
el conteo preliminar de votos que favorecía al candidato opositor, Cuauhtémoc
Cárdenas. El entonces secretario de Gobernación y presidente de la Comisión
Federal Electoral, Manuel Bartlett Díaz, anunció la “caída del sistema”. ¡Sí!
Es el mismo Bartlett que ahora es el titular de la Comisión Federal de
Electricidad y que ha eludido la auditoría de la Secretaría de la Función
Pública gracias a la protección de la bancada de Morena… justamente ahora,
cuando creíamos que la dictablanda era un vicio erradicado.
La intención de estas columnas
al recordar estos vergonzosos incidentes es reflejar los desvaríos y desplantes
del autoritarismo cuando los tres poderes del gobierno se someten a la voluntad
de un partido, o de su líder. Las comparaciones son odiosas, pero ahora, la
comparación es inevitable: los vericuetos legaloides y la distorsión de las
matemáticas permitieron que el partido en el gobierno acapare la mayoría de las
diputaciones en una ofensa flagrante a los principios democráticos. Y
precisamente así, con el control absoluto de las cámaras, la promulgación de leyes
y/o reformas a las leyes, es un mero trámite para oficializar caprichos y
ocurrencias, por descabellados que sean.
Si el advenimiento de la
Cuarta Transformación se describiera con los matices del realismo mágico, el
relato concluiría así: “Todo lo escrito en las leyes es irrepetible desde
siempre y para siempre, porque las estirpes y los partidos condenados a la
soledad del poder no deben tener una segunda oportunidad sobre la Tierra.”
(1)
Julio Labastida Martín del Campo y Miguel
Armando López Leyva. México: una
transición prolongada (1988-1996/97). Revista mexicana de sociología,
vol.66 no.4. ISSN 0188-2503
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