En algún lugar de la historia y esparcidos sobre una línea
perpetua, yacen los vestigios de una especie inconclusa; las capas del tiempo
preservan los ideales fosilizados que alentaron el espíritu de los héroes,
entre los ecos del pasado deambulan las
esperanzas petrificadas que alguna vez forjaron la templanza de los hombres…
Dicen
los que saben, que el proceso evolutivo de la especie humana aún no concluye,
que las mutaciones son imperceptibles porque las transformaciones se realizan
en el músculo de las convicciones. Desde
que los homo sapiens poblaron el planeta, la estructura anatómica de la especie
humana ha permanecido inalterable pero las transformaciones del pensamiento han
provocado efectos concretos y contundentes.
Las
ideas y las convicciones se adaptaron al entorno desde la época de los mitos, bajo la imposición de los dogmas y a la luz de la razón; los pensamientos se
materializaron en el proyecto de la modernidad, se agudizaron por el desencanto
posmoderno para refugiarse en la virtualidad. Pero en ese trayecto, hubo una
época en que la especie humana alcanzó niveles excelsos y sublimes: en los
albores de la modernidad se expandió sobre la faz del planeta la certeza del
progreso universal. La convicción emanaba de la ciencia y la prioridad fue el
bienestar y la hermandad.
Aquellos
hombres y mujeres sacrificaron comodidades y placeres cotidianos buscando la
solución a los quebrantos sociales y el antídoto para las epidemias. Su
perspectiva era universal y sus efectos serían imperecederos.
La
firmeza de aquel ideal humanista contrasta con la apatía y el individualismo
galopantes de los especímenes que actualmente habitan en la aldea global. Por
eso ahora, bajo el predominio de la ética del lucro es casi imposible
comprender a los héroes que redactaron el proyecto de la Modernidad. Uno de
ellos, José Martí, vivió persiguiendo la libertad de un país condenado a la
servidumbre, como colonia española y como anexo del imperialismo. El impacto de
sus ensayos, artículos, poemas y discursos emana de una convicción auténtica,
de la supremacía del bien común sobre los caprichos personales.
En el
auge de la hípermodernidad, Martí es la evidencia de una especie casi extinta
pero a la vez, es la manifestación de una posibilidad latente, la encarnación
de un legado genético que nos predispone a la nobleza, a la empatía, a la
generosidad y a la compasión. Quiero creer que esos atributos permanecen
encriptados en las hélices del genoma, que aguardan la ocasión para emerger y
expandir la obtusa visión que tenemos del mundo. Y conservo la certidumbre de
que algún día rescataremos los ideales fosilizados que alentaron el espíritu de
los héroes, que escucharemos los ecos del pasado para revivir las esperanzas
petrificadas que alguna vez forjaron la templanza de los hombres…
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