“La
solidaridad no se reduce al movimiento intimista de la compasión,
sino
que se amplía a la promoción de una justicia humanizadora para todos.”
Ramón
Mínguez Vallejos
En algún lugar del
porvenir, entre la ciencia y la ficción, existe un laboratorio donde se
analizan los efectos de la materia sobre la conciencia; el resultado de un
sinfín de experimentos cristaliza en las versiones posibles del hombre en un
entorno deshumanizante…
Desde siempre, el
conocimiento de las fuerzas que gobiernan el planeta le facilitó al hombre la
ardua tarea de sobrevivir, y desde entonces, los avatares del progreso han
modificado los hábitos y las actitudes; hoy por hoy, la tecnología impregna
todas las esferas del quehacer humano y su influencia en la cotidianidad se
manifiesta en el consumo como valor prioritario de individuos ensimismados,
habitantes virtuales de la aldea global, conectados pero aislados. Y en este
entorno materializante se diluyen la empatía y la solidaridad ante el
predominio del ego como el origen de todos los afanes. Alguna vez, todo lo
sólido se desvaneció en el aire, y ahora, la vida es un fluido efímero: los
lazos afectivos se condensan y se evaporan la proximidad y las afinidades.
Un rasgo distintivo de
la posmodernidad es la fragilidad de los vínculos entre los seres humanos, y
una secuela inexorable de esta vulnerable condición se percibe en el entorno
familiar, donde se extingue la calidez del resguardo. El hogar se transforma en
un ambiente controlado donde coinciden los miembros de una familia pero no
conviven ni se comunican. Cada cual atiende sus propios intereses. La presencia
física no implica compañía, sobre todo cuando se vive al pendiente de lo que sucede
en las redes sociales.
Y en este escenario se
escuchan voces que advierten que la educación se ha reducido a la transmisión
de los saberes indispensables para competir en el mercado de las oportunidades,
y que no implica la formación de profesionales sensibilizados con la realidad
social ni de ciudadanos capaces de reconstruir la equidad destruida por la
ética del lucro.
Ante el individualismo,
como dogma social que entroniza la indiferencia, surge la responsabilidad como
un compromiso ético hacia los semejantes. La voluntad, la entrega y el esfuerzo
de los padres permitirán que los hijos descubran lo que es verdaderamente
importante en su vida; en la escuela, la nueva perspectiva de la educación
implica la formación de seres humanos sensibles a las necesidades sociales con
la determinación suficiente para solucionarlos.
Es imperativo reforestar
el yermo del individualismo exacerbado con el germen de la solidaridad,
erradicar la frialdad que materializa las esperanzas y reencauzar el rumbo del
destino hacia un mundo más justo para escribir la nueva versión del hombre en
un entorno humanizante…
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