En algún lugar significativo, en el territorio habitado por figuras y símbolos,
los mensajes se transmiten sin palabras en un código infalible que omite
las voces y los sonidos…
Uno de los rasgos que distinguen a la
Modernidad es la fascinación por las imágenes; desde los primeros daguerrotipos
hasta la televisión, la mirada predominó en la percepción del mundo y lo visible se impuso a lo inteligible hasta
provocar la claudicación de la reflexión
y el discernimiento en los “hommo videns”, esa peculiar sub-especie descrita
por Sartori. Hoy por hoy, en una sociedad irremediablemente mediatizada, la
construcción de imágenes públicas es una prioridad porque la ingeniería del consenso y la fabricación
del consentimiento confirman el grado de la influencia que ejercen los mensajes
emitidos en la industria del entretenimiento sobre las actitudes y las pautas
de conducta.
La percepción generalizada y socialmente compartida de los personajes
públicos depende en gran medida del diseño y
construcción de su imagen, pero sobretodo, depende del control de los
movimientos, gestos y ademanes, de las expresiones irreflexivas e involuntarias
que pudieran desmentir el discurso porque el lenguaje corporal es la
manifestación inequívoca de la interioridad a través de un código de fácil
interpretación.
Felipe Calderón fue la figura
indiscutible de su sexenio, el protagonista omnipresente en todos los mensajes emitidos en
la Presidencia de la República hasta el último día de su mandato. Sin diseño ni
construcción, la imagen de Felipe Calderón proyectó a un personaje indómito y
arisco sin un ápice de la humildad que le hubiera permitido escuchar a los
expertos, y los rasgos de su obstinación
impregnaron el mensaje visual. Ni siquiera
la pérdida inexorable del poder y la inminencia de la nostalgia lograron
atenuar su protagonismo: en el último mensaje al pueblo mexicano aparece
pensativo al lado del lábaro patrio y desciende en solitario la escalinata
exterior de la residencia oficial.
En contraste, la presencia mediática
de Enrique Peña Nieto proyecta disciplina, su adaptación al diseño de su imagen
es evidente como lo es su disposición a
escuchar y atender a los expertos en imagología y telegenia. Todos sus
movimientos, sus ademanes y sus expresiones han sido diseñados para enviar un
mensaje más impactante que el discurso. Uno
de los contrastes más evidentes respecto al calderonismo es el estilo de la
comunicación pública: Enrique Peña Nieto no aparece en los primeros mensajes
emitidos por la Presidencia de la República. Los videos “Impulso” y “Se puede” proyectan
una forma diferente de asumir el poder e iniciar el sexenio.
Y una vez más, la forma es el fondo,
el medio es el mensaje, las imágenes moldean la percepción y condicionan la
actitud socialmente compartida. El impacto del nuevo discurso visual se confirmó con las primeras encuestas cuyos
porcentajes indican que la imagen pública de Enrique Peña Nieto ha generado expectativas positivas. Desde esta perspectiva, la opinión pública es
susceptible al encantamiento de las imágenes y al dogmatismo de los símbolos
porque el consenso nacional se fabrica
con todos los mensajes que transmiten sin palabras en un código infalible que
omite las voces y los sonidos…
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