lunes, diciembre 03, 2012

Inmarcesible.

Cuento corto. Segundo lugar en el Certamen Internacional Palabras sin fronteras del Instituto Cultural Latinoamericano.



Nadie recuerda el evento ni la fecha en que se desencadenó la catástrofe  porque todos los indicios pasaron desapercibidos en una secuela  vertiginosa  de innovaciones y los registros de aquellos días son archivos virtuales que deambulan en el hiperespacio a los que ya es imposible accesar.  Las últimas crónicas impresas, que  se encontraron por accidente en una bóveda desvencijada cuando mi bisabuelo era un niño, advertían de los estragos  provocados por artefactos inteligentes y describían la fragmentación de países y naciones enteras en millones de soledades interconectadas. 

Supongo que nadie escuchó aquellas advertencias porque la secuela de los acontecimientos excedió todos los pronósticos: la conectividad impregnó el imaginario colectivo, al principio como una adicción después como  patología hasta convertirse en una imperiosa necesidad biológica cuando la incidencia del síndrome por desconexión se elevó pavorosamente.  En protestas y marchas las multitudes exigieron el acceso a la Red como uno de los derechos humanos y los  desenlaces fueron cada vez más violentos; para mantener el orden público, las autoridades y los consorcios industriales firmaron el Protocolo global que los comprometía a equipar todos los hogares del planeta con artefactos conectados a la Red y  a incluir los dispositivos móviles en la canasta de productos básicos para que todos los habitantes de la aldea global navegaran en el espacio virtual.

Con la buena voluntad de algunos y el afán de lucro de otros, el Protocolo global  se cumplió cabalmente y cuando la Red alcanzó la cobertura planetaria se proclamó el advenimiento de la era del conocimiento; el espíritu festivo visitó todos los meridianos del globo terrestre celebrando la realización de la última de las utopías de la humanidad. La información fluía profusamente, cada minuto una miríada de datos, imágenes, sonidos y videos se integraban  al entorno digital y paulatinamente las conexiones virtuales interfirieron con el contacto físico hasta sustituirlo por completo; los mensajes colocados en los muros de las redes sociales acapararon el interés y el tiempo de los prosumidores[1]  que se distanciaron del ambiente circundante y de las personas que en él coexistían.

La indiferencia se propagó como un virus. Los indiferentes cibernautas vivían al margen de lo  que sucedía a su alrededor y en la pandemia se elevaron los niveles de  apatía a tal grado que los prosumidores  se desprendieron de los nexos afectivos y, en el éxtasis del individualismo, extirparon el núcleo de su identidad.  

A partir de entonces, los prosumidores habitaron en una burbuja virtual y desde ese recóndito refugio interactuaban con sus contactos en el mundo exterior; al abrigo del anonimato se expresaba todo lo que se reprimía en el mundo real en una catarsis que liberaba los complejos y las paranoias arraigados en el hemisferio oscuro del intelecto. La crítica se tornó hiriente y  degeneró en una cruel intolerancia que destrozó el tejido sutilmente hilvanado por las afinidades, que no tardaron en extinguirse; la ausencia de rasgos afines rescindió el sentido de pertenencia y esta carencia incidió en la magnitud de las comunidades en el hiperespacio que redujeron drásticamente el número de sus miembros  hasta transformarse en clanes minúsculos extremadamente selectivos e implacablemente excluyentes.

 

En el océano de la indiferencia, emergieron perfiles aislados y egocéntricos sin capacidad para la empatía y la compasión;  los afectos de aquellos hombres y mujeres  perdieron su consistencia  en una estela de amores fugaces que florecían y se marchitaban en la Red; la comodidad de amar sin compromiso se instaló como una tendencia alternativa y  el modelo volátil de las relaciones  configuró el  estereotipo de la felicidad; poco tiempo después, el matrimonio cayó en desuso y sin previo aviso fue declarado virtualmente improcedente y globalmente anacrónico. El aislamiento emocional generalizado desencadenó el enfriamiento irreversible del clima social y en aquel gélido ambiente  nadie se percató del fallecimiento recíprocamente concertado de las últimas parejas que permanecieron unidas hasta la muerte.

Los paradigmas se desmoronaban uno tras otro y la ruptura con las tradiciones del pasado fue definitiva cuando los cambios en los usos y en las costumbres se reflejaron en el paisaje urbano:  los lugares de encuentro fueron desplazados al olvido y se reemplazaron por centros de consumo en un mundo que funcionaba como una vía de intensa circulación;  las casas tradicionales se transformaron en pequeños aposentos independientes con un área común que pronto fue obsoleta por la ausencia cotidiana de los miembros de la familia. Las mega ciudades se desconcentraron, el espacio geográfico se urbanizó con edificaciones inteligentes y  en los valles, los bosques y las praderas, en las selvas, los desiertos y las tundras se erigieron millones de aposentos personales, autónomos y autosustentables.

En aquel globo sin fronteras las distancias se desvanecieron al ritmo constante de la comunicación instantánea; para recibir y enviar mensajes breves y veloces fue necesario simplificar la escritura y las palabras se redujeron a unas cuantas letras;  los estados del ánimo y muchas sensaciones se comprimieron en signos, emoticones y memes que se reprodujeron rápidamente porque era indispensable traducir todas las ideas y actitudes a un alfabeto visual.

Las nuevas necesidades crearon nuevos hábitos y éstos modificaron la estructura biológica: los ojos se adaptaron a la iluminación de la pantalla para soportar cantidades inclementes de fotones…  por eso tus pupilas son tan pequeñitas y no puedes ver nada en la penumbra.

Las falanges se fortalecieron por el envío extenuante de mensajes pero la facilidad  de expresarse mediante textos distorsionó las cuerdas vocales… por eso se desgarra tu garganta cuando  intentas articular un sonido.

Los pulgares se adelgazaron y se alargaron para ajustarse a los teclados más pequeños pero la sensibilidad desapareció de los dedos. Y los cambios en una parte del organismo modificaron el funcionamiento de otros órganos y tejidos: la insensibilidad en los dedos se extendió sobre la piel, penetró en los músculos, viajó por el torrente sanguíneo inundando la masa encefálica y finalmente se alojó en el corazón… por eso  nada logra conmoverte.

 

El sedentarismo extendió las horas de vigilia y la dieta se simplificó por la ausencia del esfuerzo físico pero las jornadas prolongadas frente a la pantalla de la Red distorsionaron la estructura ósea para adaptarla a la postura de las sillas ergonómicas… por eso tu espalda se encorva desde la cadera hasta los hombros, por eso no puedes erguirte ni recorrer grandes distancias.

La realidad quedó atrapada en una pantalla, únicamente lo que circulaba en la Red era auténtico y la proliferación de imágenes atrofió las áreas del cerebro donde se realizaban el discernimiento y la imaginación.

Pero hubo una mutación letal e intangible: los ciudadanos globales rara vez salían de sus pequeños aposentos porque todo se hacía y se conseguía en la Red; los primeros síntomas del ostracismo  crónico fueron graves lesiones en la piel causadas por la exposición a los rayos del sol, y con el calor se evaporaba el aliento provocando delirios.  El aislamiento deliberado y la soledad cotidiana transformaron a los humanos, que alguna vez fueron sociales por naturaleza, en ermitaños antisociales. La indiferencia inicial se tornó en inmunidad y el hedonismo de la virtualidad provocó una agorafobia galopante que se apoderó de todos los habitantes de la aldea global.  La posibilidad, aunque fuese remota, de salir del aposento y encontrar a otro ser humano desencadenaba ataques de ansiedad y pánico… por eso  tiemblas y desfalleces cuando oyes que alguien se aproxima.

La vida de los prosumidores transcurría plácidamente en la soledad de las burbujas virtuales, sin compromisos pero sin pasiones; las últimas generaciones de cibernautas fallecieron mucho antes de llegar a la vejez  por la ausencia de ideales que los incapacitaba para soñar despiertos. Permanecieron conectados hasta el último segundo de sus vidas,  compartieron todos sus momentos, hasta las sensaciones provocadas por la cercanía de la muerte, con los miembros de sus clanes virtuales; pero en las proximidades nadie se percató de su fallecimiento, los habitantes de  los aposentos cercanos nunca los conocieron ni se enteraron de su existencia.  Y la soledad virtual (…)

… esta historia es el único vestigio de nuestro pasado y deberás conservarla intacta en tu memoria para que algún día la relates a tus hijos; a partir de ahora, se repetirá hasta  que la aprendas y narrándola exhalaré mi último aliento. 

Cuando logres recordar los detalles se habrá realizado el prodigio que nos ampara y resucitarán las experiencias de los muertos para proteger a los que viven contigo. A través de tu voz hablarán los hombres y las mujeres que sobrevivieron a las inclemencias del silencio, cuando las palabras no existían (…) 

Nadie recuerda el evento ni la fecha en que se desencadenó la catástrofe  porque todos los indicios pasaron desapercibidos en una secuela de… 

(…)

 

El video reinició por enésima vez.

Un hombre de rostro cansado y pelo entrecano narraba la involución de la humanidad desde la era del conocimiento hasta un punto impreciso cercano a la extinción, y en ese preciso momento,  la imagen y el sonido se distorsionaban; la grabación se reanudaba en los momentos finales para iniciar de nuevo ante la mirada de un joven que se esforzaba por entender el relato.

En la soledad de un aposento erosionado, el joven veía y repetía el video hasta quedarse dormido. En sus grandes ojos color almendra las pupilas jamás se dilataban y sólo requerían de unas cuantas horas de descanso porque podía mantenerse en vigilia durante varios días sin agotarse y su organismo funcionaba con una ración ínfima de los frutos y vegetales que encontraba en cualquier parte porque un manto exuberante y verde cubría lo que alguna vez fueron calles, avenidas y carreteras.

Instintivamente, con sus pulgares largos y delgados manipulaba un pequeño artefacto en cuya pantalla se reproducía la voz y la imagen de un hombre distante en el tiempo cuya mirada, tristemente verde, le transmitía sin palabras todo el dolor de un mundo extinto.

Y en algún momento, en el yermo entorno de su soledad, aquella tristeza causó un eco en su interior y germinó la flor inmarcesible del raciocinio; poco a poco, la curiosidad se extendió a todos los recovecos de su pensamiento hasta que una tarde, tomó el pequeño artefacto, abandonó la estrechez de aquel aposento y caminó hacia el horizonte de espaldas al sol llevando sobre la curva de su espalda el destino de su especie.



[1] Dícese de los usuarios de las tecnologías de información y comunicación que producen, transmiten y consumen contenidos en la Red.

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