Nadie recuerda el evento ni la fecha en que se desencadenó la catástrofe porque todos los indicios pasaron
desapercibidos en una secuela vertiginosa de innovaciones y los registros de aquellos
días son archivos virtuales que deambulan en el hiperespacio a los que ya es
imposible accesar. Las últimas crónicas impresas,
que se encontraron por accidente en una
bóveda desvencijada cuando mi bisabuelo era un niño, advertían de los
estragos provocados por artefactos
inteligentes y describían la fragmentación de países y naciones enteras en millones
de soledades interconectadas.
Supongo que nadie escuchó aquellas advertencias porque la secuela de los
acontecimientos excedió todos los pronósticos: la conectividad impregnó el imaginario
colectivo, al principio como una adicción después como patología hasta convertirse en una imperiosa
necesidad biológica cuando la incidencia del síndrome por desconexión se elevó
pavorosamente. En protestas y marchas las
multitudes exigieron el acceso a la Red como uno de los derechos humanos y los desenlaces fueron cada vez más violentos; para
mantener el orden público, las autoridades y los consorcios industriales
firmaron el Protocolo global que los
comprometía a equipar todos los hogares del planeta con artefactos conectados a
la Red y a incluir los dispositivos
móviles en la canasta de productos básicos para que todos los habitantes de la
aldea global navegaran en el espacio virtual.
Con la buena voluntad de algunos y el afán de lucro de otros, el Protocolo global se cumplió cabalmente y cuando la Red alcanzó
la cobertura planetaria se proclamó el advenimiento de la era del conocimiento; el espíritu festivo visitó todos los
meridianos del globo terrestre celebrando la realización de la última de las
utopías de la humanidad. La información fluía profusamente, cada minuto una
miríada de datos, imágenes, sonidos y videos se integraban al entorno digital y paulatinamente las
conexiones virtuales interfirieron con el contacto físico hasta sustituirlo por
completo; los mensajes colocados en los muros de las redes sociales acapararon
el interés y el tiempo de los prosumidores[1] que se distanciaron del ambiente circundante
y de las personas que en él coexistían.
La indiferencia se propagó como un virus. Los indiferentes cibernautas vivían
al margen de lo que sucedía a su
alrededor y en la pandemia se elevaron los niveles de apatía a tal grado que los prosumidores se desprendieron de los nexos afectivos y, en
el éxtasis del individualismo, extirparon el núcleo de su identidad.
A partir de entonces, los prosumidores
habitaron en una burbuja virtual y desde ese recóndito refugio interactuaban
con sus contactos en el mundo exterior; al abrigo del anonimato se expresaba
todo lo que se reprimía en el mundo real en una catarsis que liberaba los
complejos y las paranoias arraigados en el hemisferio oscuro del intelecto. La
crítica se tornó hiriente y degeneró en
una cruel intolerancia que destrozó el tejido sutilmente hilvanado por las
afinidades, que no tardaron en extinguirse; la ausencia de rasgos afines rescindió
el sentido de pertenencia y esta carencia incidió en la magnitud de las
comunidades en el hiperespacio que redujeron drásticamente el número de sus
miembros hasta transformarse en clanes
minúsculos extremadamente selectivos e implacablemente excluyentes.
En el océano de la indiferencia, emergieron perfiles aislados y
egocéntricos sin capacidad para la empatía y la compasión; los afectos de aquellos hombres y mujeres perdieron su consistencia en una estela de amores fugaces que florecían
y se marchitaban en la Red; la comodidad de amar sin compromiso se instaló como
una tendencia alternativa y el modelo
volátil de las relaciones configuró el estereotipo de la felicidad; poco tiempo
después, el matrimonio cayó en desuso y sin previo aviso fue declarado virtualmente
improcedente y globalmente anacrónico. El aislamiento emocional generalizado desencadenó
el enfriamiento irreversible del clima social y en aquel gélido ambiente nadie se percató del fallecimiento recíprocamente
concertado de las últimas parejas que permanecieron unidas hasta la muerte.
Los paradigmas se desmoronaban uno tras otro y la ruptura con las
tradiciones del pasado fue definitiva cuando los cambios en los usos y en las
costumbres se reflejaron en el paisaje urbano:
los lugares de encuentro fueron desplazados al olvido y se reemplazaron por
centros de consumo en un mundo que funcionaba como una vía de intensa
circulación; las casas tradicionales se
transformaron en pequeños aposentos independientes con un área común que pronto
fue obsoleta por la ausencia cotidiana de los miembros de la familia. Las mega
ciudades se desconcentraron, el espacio geográfico se urbanizó con
edificaciones inteligentes y en los valles,
los bosques y las praderas, en las selvas, los desiertos y las tundras se
erigieron millones de aposentos personales, autónomos y autosustentables.
En aquel globo sin fronteras las distancias se desvanecieron al ritmo constante
de la comunicación instantánea; para recibir y enviar mensajes breves y veloces
fue necesario simplificar la escritura y las palabras se redujeron a unas
cuantas letras; los estados del ánimo y
muchas sensaciones se comprimieron en signos, emoticones y memes que se
reprodujeron rápidamente porque era indispensable traducir todas las ideas y
actitudes a un alfabeto visual.
Las nuevas necesidades crearon nuevos hábitos y éstos modificaron la
estructura biológica: los ojos se adaptaron a la iluminación de la pantalla
para soportar cantidades inclementes de fotones… por eso tus pupilas son tan pequeñitas y no
puedes ver nada en la penumbra.
Las falanges se fortalecieron por el envío extenuante de mensajes pero
la facilidad de expresarse mediante
textos distorsionó las cuerdas vocales… por eso se desgarra tu garganta cuando intentas articular un sonido.
Los pulgares se adelgazaron y se alargaron para ajustarse a los teclados
más pequeños pero la sensibilidad desapareció de los dedos. Y los cambios en
una parte del organismo modificaron el funcionamiento de otros órganos y
tejidos: la insensibilidad en los dedos se extendió sobre la piel, penetró en
los músculos, viajó por el torrente sanguíneo inundando la masa encefálica y finalmente
se alojó en el corazón… por eso nada
logra conmoverte.
El sedentarismo extendió las horas de vigilia y la dieta se simplificó
por la ausencia del esfuerzo físico pero las jornadas prolongadas frente a la
pantalla de la Red distorsionaron la estructura ósea para adaptarla a la postura
de las sillas ergonómicas… por eso tu espalda se encorva desde la cadera hasta
los hombros, por eso no puedes erguirte ni recorrer grandes distancias.
La realidad quedó atrapada en una pantalla, únicamente lo que circulaba
en la Red era auténtico y la proliferación de imágenes atrofió las áreas del
cerebro donde se realizaban el discernimiento y la imaginación.
Pero hubo una mutación letal e intangible: los ciudadanos globales rara
vez salían de sus pequeños aposentos porque todo se hacía y se conseguía en la
Red; los primeros síntomas del ostracismo
crónico fueron graves lesiones en la piel causadas por la exposición a
los rayos del sol, y con el calor se evaporaba el aliento provocando
delirios. El aislamiento deliberado y la
soledad cotidiana transformaron a los humanos, que alguna vez fueron sociales
por naturaleza, en ermitaños antisociales. La indiferencia inicial se tornó en
inmunidad y el hedonismo de la virtualidad provocó una agorafobia galopante que
se apoderó de todos los habitantes de la aldea global. La posibilidad, aunque fuese remota, de salir
del aposento y encontrar a otro ser humano desencadenaba ataques de ansiedad y
pánico… por eso tiemblas y desfalleces
cuando oyes que alguien se aproxima.
La vida de los prosumidores
transcurría plácidamente en la soledad de las burbujas virtuales, sin
compromisos pero sin pasiones; las últimas generaciones de cibernautas
fallecieron mucho antes de llegar a la vejez
por la ausencia de ideales que los incapacitaba para soñar despiertos.
Permanecieron conectados hasta el último segundo de sus vidas, compartieron todos sus momentos, hasta las
sensaciones provocadas por la cercanía de la muerte, con los miembros de sus
clanes virtuales; pero en las proximidades nadie se percató de su
fallecimiento, los habitantes de los
aposentos cercanos nunca los conocieron ni se enteraron de su existencia. Y la soledad virtual (…)
… esta historia es el único vestigio de nuestro pasado y deberás
conservarla intacta en tu memoria para que algún día la relates a tus hijos; a
partir de ahora, se repetirá hasta que
la aprendas y narrándola exhalaré mi último aliento.
Cuando logres recordar los detalles se habrá realizado el prodigio que
nos ampara y resucitarán las experiencias de los muertos para proteger a los
que viven contigo. A través de tu voz hablarán los hombres y las mujeres que
sobrevivieron a las inclemencias del silencio, cuando las palabras no existían
(…)
Nadie recuerda el evento ni la fecha en que se desencadenó la
catástrofe porque todos los indicios
pasaron desapercibidos en una secuela de…
(…)
El video reinició por enésima vez.
Un hombre de rostro cansado y pelo entrecano narraba la involución de la
humanidad desde la era del conocimiento hasta un punto impreciso cercano a la
extinción, y en ese preciso momento, la
imagen y el sonido se distorsionaban; la grabación se reanudaba en los momentos
finales para iniciar de nuevo ante la mirada de un joven que se esforzaba por entender
el relato.
En la soledad de un aposento erosionado, el joven veía y repetía el
video hasta quedarse dormido. En sus grandes ojos color almendra las pupilas
jamás se dilataban y sólo requerían de unas cuantas horas de descanso porque
podía mantenerse en vigilia durante varios días sin agotarse y su organismo
funcionaba con una ración ínfima de los frutos y vegetales que encontraba en
cualquier parte porque un manto exuberante y verde cubría lo que alguna vez
fueron calles, avenidas y carreteras.
Instintivamente, con sus pulgares largos y delgados manipulaba un
pequeño artefacto en cuya pantalla se reproducía la voz y la imagen de un
hombre distante en el tiempo cuya mirada, tristemente verde, le transmitía sin
palabras todo el dolor de un mundo extinto.
Y en algún momento, en el yermo entorno de su soledad, aquella tristeza
causó un eco en su interior y germinó la flor inmarcesible del raciocinio; poco
a poco, la curiosidad se extendió a todos los recovecos de su pensamiento hasta
que una tarde, tomó el pequeño artefacto, abandonó la estrechez de aquel
aposento y caminó hacia el horizonte de espaldas al sol llevando sobre la curva
de su espalda el destino de su especie.
[1] Dícese de los usuarios de las tecnologías de información y
comunicación que producen, transmiten y consumen contenidos en la Red.
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