“La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y
cómo la recuerda para contarla”.
Gabriel
García Márquez
En
algún lugar de la genealogía, el pasado se transforma en una oportunidad para
reinventar episodios remotos; en las cuestiones del parentesco, lo único
incuestionable es la majestuosidad de las ruinas porque las vivencias no se
fosilizan, y por eso, las memorias fluyen
a la idealización y la historia
se reescribe una y otra vez…
La historia de las naciones se
distorsiona hacia el ángulo de la perspectiva oficial, cada régimen reivindica a los héroes
desprestigiados y en ese contoneo, los villanos resultan víctimas de las
circunstancias y el heroísmo de los próceres se reduce a un afortunado
oportunismo. Por una inexorable
deducción y según mi leal saber y entender, este fenómeno altera la historia de
las familias, al menos la historia de la mía. He comprobado que el transcurso
del tiempo idealiza la personalidad de los abuelos y embellece los rasgos de
los bisabuelos. La ficcionalización del linaje es un proceso consecutivo y
acumulativo que se agudiza por la falta de evidencias tangibles, documentales o
fotográficas.
Hace muchos, muchos
años, escuché las remembranzas de mi padre;
ante el retrato de un abuelo que no conocí, narraba con lujo de detalles
las aventuras y desventuras de la parentela, paterna y materna, pero en aquel árbol genealógico permanecían
muchas ramas sin identificar porque un romántico misterio envolvía la
procedencia de los bisabuelos y el
motivo de sus migraciones se perdía entre mil y un calamidades y tragedias. La fuerza de la tradición oral no declinó con
el fallecimiento de mi padre porque mis hermanos mayores asumieron con una
férrea convicción la intrincada tarea de recuperar y transmitir los avatares de
los ancestros. Fue entonces cuando se produjo el primer giro en la historia y
de pronto, alguien mencionó a una tatarabuela inglesa que desembarcó en un
pueblo de madera, de la nada surgió un pariente lejano y desconocido de origen
chino y en aquel insólito mestizaje se
extinguió el gen de los ojos azules que
algún día tendrán mis bisnietos. Y recientemente descubrieron que el padrastro de mi madre aparentaba ser un
albañil para ocultar sus actividades en el bajo mundo como traficante de licor.
La historia fue
complicándose por la acumulación de recuerdos, hilvanando pacientemente un sin
fin de cabos sueltos, que se confirmaron por alguien que alguna vez conoció al
vecino del tío de mi bisabuela paterna. Y ahora, resulta que en una hermosa
ciudad colonial existe una avenida con el nombre de un pariente que nunca tuve
y hasta ahora me entero de que mi apellido
no es auténtico porque lo cambió una noble doncella huyendo de la
perversidad de unos desalmados sin abuela y de que en la estancia de una
hacienda provinciana conservan el retrato de un valeroso médico militar que
nunca se casó con la madre de alguien porque falleció en la famosa epidemia de
nostalgia trajeron los franceses.
Le confieso que la
versión de la epidemia de nostalgia me convence más que las desventuras de una
madre soltera a principios del siglo XX y estoy considerando omitir la
siniestra personalidad del padrastro mafioso en la historia familiar que algún
día relataré a mis nietos. Y no! …
desafortunadamente las evidencias que
corroboran las fantasiosas ramificaciones de este árbol se perdieron en el tremendo
aguacero que provocó Tláloc cuando entró a la Ciudad de México. La única
certeza es que se incorporarán nuevos personajes que enfrentarán catástrofes
inauditas en la lucha existencial porque las vivencias no se fosilizan y en las
cuestiones del parentesco, las memorias fluyen
a la idealización y la historia
se reescribe una y otra vez…
Fuente:
García
Márquez, Gabriel. (2002). Vivir para contarla. Recuperado el 5 de agosto del 2016, de
http://www.moreliain.com/secciones/CULTYTRAD/libros/Gabriel%20Garcia%20Marquez%20-%20Vivir%20para%20contarla.pdf