En algún lugar nostálgico inicia y concluye un sendero
andado y por andar: ahí regreso buscando la mirada impasible que me remonta al
origen cuando todo el mundo se reducía al cálido entorno del abrazo maternal…
Con el paso de los años, el
tiempo adquiere una relatividad insólita: en ocasiones se detiene en un
apacible compás de espera; algunas veces, se interrumpe y se desplaza al pasado
para revivir escenas ya protagonizadas. En el pensamiento de mi madre, el
tiempo transcurre en una secuencia volátil: para ella los años tienen la
consistencia de los minutos y los momentos se repiten por un obstinado capricho
o se desvanecen en un olvido improvisado.
Por la
irremediable ley del cansancio universal, al acumular cumpleaños mi madre
perdió la confianza de sus pasos. Desde entonces, ella contempla el paso del
tiempo desde su pequeño refugio y ahí, en una realidad alterna, juega con los
momentos eludiendo las fechas. Pero la fragilidad de la memoria provoca alteraciones
en el temple y en un instante impreciso, su atención se dispersó hacia un punto
de fuga llevándose los rasgos más sutiles de su carácter.
A sus
94, la sensación del dolor llegó para quedarse y cada día aparecen motivos para
exasperarla; el calentamiento global es una advertencia infundada porque ella
siempre tiene frío; las dietas recomendadas para su edad son innecesarias
porque apenas puede comer con los pocos dientes que conserva, y este año, la
cumpleañera no creía la cantidad de años que le festejamos sus hijos, nietos y
bisnietos. Pero la ancianidad no implica la caducidad del cariño y yo la quiero
con misma intensidad de siempre y necesito su abrazo con la misma urgencia con
que lo he buscado desde niña.
A pesar de las confusiones que
la distraen, reencuentro al primer gran amor de mi vida en el fondo de su
mirada porque el lazo que nos une ha resistido las inclemencias del olvido; por
la relatividad de los tiempos, cuando estoy a su lado, respiro la esencia de mi
niñez y la fragancia de mi insensatez en una paradoja de largo aliento impulsada
por la vigencia de la gratitud.
En mi caso, por la
relatividad del tiempo se intensifican las evocaciones y los recuerdos surgen con
más frecuencia. No hay un día en que no piense en mi madre. Cada vez que llego
a su lado, los minutos se detienen y las evocaciones se desplazan a mi infancia
para revivir la placida calidez de su abrazo. Pero en cada despedida, se inicia
un lapso que transcurrirá lentamente entre añoranzas recordándola en sus
mejores años cuando su presencia diluía todas mis angustias. Siempre me duele despedirme
pero parto con la certeza de volver a verla.
Este diciembre, acompañé a
mi mamá en su cumpleaños número 94; la festejamos en su casa donde inicia y
concluye un sendero andado y por andar; ahí reencontré la mirada impasible que
me remonta al origen cuando todo el mundo se reducía al cálido entorno de su abrazo…